Digamos, por ejemplo, que se llama Fidelio. Imaginemos que
tiene 12 años y va a una escuela en la que no le hablan en su idioma porque sus maestras y directoras
no hablan su idioma, ni les interesa
hablarlo.
Supongamos que a Fidelio, como a muchos niños, le encanta
trepar árboles y el armazón de la vieja escuela, ahora abandonada, que en veces
hace de centro de reuniones, en veces de enfermería
(cuando viene algún médico, es decir, casi nunca) y otras, como en estos días,
de campamento para visitantes, a los que enloquece saltando en el techo desde
tempranas horas de la mañana...
Pongamos que los visitantes son un grupo muy otro y muy
variado, así que Fidelio se lleva mejor con algunos (preferentemente los que le
enseñan a bailar chacareras o arman partiditos de fútbol) que con otros (como los
que le dicen que tiene que hacer la tarea).
Fidelio odia la tarea. Por suerte para él, como la escuela
funciona con agua de tanque que traen una vez al mes, que a los 15 días
comienza a saber a estancada, tanto en los baños como en la cocina, y no tiene
gente que limpie el único baño compartido por nenas y nenes, varios días al mes
los padres no lo mandan al colegio porque saben que sería peligroso para su
salud que lo hicieran.
Pero al padre de Fidelio le cae bien este grupo muy otro que
manda al chico a hacer la tarea, así que les facilita la bomba, para que tengan
un poco de agua y el vecino de Fidelio les presta el baño, que es igual al de Fidelio: dos cuartitos, menos de 1x1, piso
de tierra, letrina en uno y drenaje en el otro, para bañarse.
El camino desde el baño a la casa es largo, unos 2 metros hasta el horno de
barro y otros 4 hasta la puerta de la casa por un piso de tierra, como el de
las casas, que además tienen paredes de adobe
y techos de paja que juntan bichos y enfermedades a granel en zonas con el ecosistema de la región chaqueña argentina, donde una de cada tres personas es portadora del Mal de Chagas...
Pero esa es otra historia, volvamos a Fidelio.
Esperemos que no, pero por ahí, Fidelio se cae de un árbol
un día (cuando el grupo muy otro no esté de visita) y se quiebra un pié. Nada
grave, sólo un yeso, unos días sin correr, cosa que lo entristecería, y unos
días sin escuela, cosa que lo alegraría.
Pero para que a Fidelio le pongan un yeso tiene que llegar a
un hospital. Ahora, conjeturemos que
el hospital más cercano a la casa de Fidelio queda a 7 Km por camino de tierra, por
donde no pasa transporte público, así que a Fidelio lo suben a una motito y lo
llevan a toda velocidad por ese camino de tierra, a través de la polvareda que
levanta el vientito cálido...
No digo que sea así, pero quizá el “Hospital de alta complejidad”
al que llevan a Fidelio no tiene ninguna especialización, así que para que lo
atienda un traumatólogo hay que trasladar al nene hasta la ciudad capital de la
provincia, cuando una ambulancia esté dispuesta a llevarlo.
Y supongamos, sólo supongamos, que entonces descubrimos que
Fidelio es un niño Wichí, desde su
forma de comunicarse, mezclando su idioma con el castellano, hasta en su
apariencia, carita redonda, ojos grandes y negros como su cabello, salvo por
esas mechas que el sol vuelve doradas. Y sigamos suponiendo que eso significa
que en el hospital no lo van a querer atender porque no está "bien bañado", y lo van a
dejar “en espera”, en una sala común, hasta que un “criollo” necesite el
traslado.
Imaginemos que durante el tiempo que Fidelio esté en espera
no van a dejar que su familia lo visite, porque nadie de su comunidad puede
hacer el camino hasta el hospital y llegar limpio.
También imaginemos, que no le van a hacer llegar a Fidelio las cosas ricas que
su mamá prepara, porque, dicen que dicen ellos, no están en las condiciones de
salubridad correspondientes.
Las condiciones de salubridad en las que Fidelio vive a
diario.
Pero quizá esta vez tengamos suerte, y sólo 2 días después de
que Fidelio se quebró aparece un “criollo” que también se quebró algo y ambos
son trasladados hasta...supongamos Formosa Capital. El “criollo” en una
camilla, Fidelio, sentado en una silla que alguien sube a la ambulancia.
Pero afortunadamente ese no es el caso, al menos no por
ahora, y Fidelio es parte del grupo de incontable cantidad de chicos entre 5 y
13 que corren alrededor de los campamentistas, seguros de que es más importante
que jueguen con ellos, que desarmar las carpas. Porque el grupo se va esta
noche.
Y sólo por seguir con esta historia imaginaria, en eso estaban,
niños y campamentistas, custodiados como siempre por algunos hombres de la
comunidad y charlando con las mujeres que finalmente se animaban a acercarse,
cuando entró por el camino de tierra una pick up con varios hombres y dos
campesinos a caballo.
A medida que los extraños se acercaban, la comunidad de
Fidelio se iba apagando y los niños corrían a esconderse. Era el procedimiento
habitual, se oscurece el monte para que no puedan encontrar las casas, y todos
se quedan adentro en silencio, hasta que los invasores se vayan. Como en los
bombardeos de las guerras, escondidos en la oscuridad, a la que están tan
acostumbrados.
Pero esta vez el tinglado que funcionaba como campamento
estaba iluminado y lleno de gente a la que los invasores exigieron les entregaran
las fotos y filmaciones que se habían hecho sobre el modo y nivel de vida que
tienen los hermanos Wichí que viven con Fidelio y en comunidades aledañas. Y
como los campamentistas se negaron, se los agredió físicamente, a empujones,
tratando de tirarle los caballos encima.
La problema es
que, como ya dijimos, este grupo era muy otro y no dudó en responder (junto a
los hombres Wichí que los acompañaban) con lo que tenían, y así volaron sillas,
latas de conserva, piedras, platos, todo lo que estaba a mano, decorado con
puteadas en ambos idiomas, y los invasores tuvieron que irse, aunque logrando
robar algunos bolsos, sin lo que habían venido a buscar.
Cuando volvió la calma, los vecinos comenzaron a acercarse
al campamento. Fidelio, entre ellos. Desde la sombra que produce el tinglado,
entre la oscuridad de su comunidad, Fidelio se acerca a unas chicas con dos varillas de construcción en las manos. “Para que se defiendan” podría decir, “yo tengo muchos de
esos en mi casa”. Las chicas lo invitan a acercarse al resto del grupo, pero a
Fidelio lo vencen los nervios y contesta en Wichí. Un adulto traduce, “tiene miedo”.
Fidelio, por primera vez en su vida (y con esos ojos, seguro
que no por última), le acaba de romper el corazón a una chica.
Las jóvenas de
esta ficción aceptan los fierros y le prometen luchar para que esto no pase
más. Le prometen que van a poner toda la fuerza que tengan en crear un mundo
donde él pueda ser Wichí y no tener miedo de serlo. Un mundo donde no haya
tarea.
Un mundo donde Fidelio pueda ser amigo de un criollo y andar con él por la calle sin escuchar que otros le gritan “¿cómo podés andar
con un indio?”, como se escucha por
el centro de, ponele, Lomitas.
Un mundo donde Fidelio pueda crecer sin preguntarse, como
sus hermanos adultos, por qué para ellos no hay Justicia cuando otra de sus hermanas, de entre 12 y 14 años aparece
violada y asesinada en el camino entre la comunidad y el pueblo, sumando otra
cruz con nombre indígena en sus márgenes, pero ningún detenido.
***
Quizá sea que tenía ganas de escribir un cuento medio triste
o quizá sea que acabo de llegar de la comunidad Wichí de Muñiz y acabo de
conocer a Fidelio y a su casa, a sus hermanos y sus casas, a mis hermanos, los
que nos llamaron “hermanos que vienen de lejos”.
Porque con mis compañeros de viaje sufrimos un ratito a esta
patotita que quiso que no se sepa que los indígenas no viven en las condiciones
que los gobernantes dicen que viven, y nos volvimos. Pero mis hermanos Wichí
siguen allá y la patotita también.
Porque mientras estás leyendo esto, hay miles de Fidelios,
que quizá no se llamen Fidelio; o Fidelias, que quizá no se llamen Fidelia, que
son discriminados en hospitales, escuelas, tribunales...
Y quizá, si mientras me leés son cerca de las 7:30 de la mañana, esos Fidelios estén entrando a clase, siendo obligados a cantarle a una bandera que no los
cobija.